Llegó a la televisión como la antítesis de los «cuervos» tradicionales: joven, empático, defensor de madres solteras y con un discurso deconstruido que enamoró a la audiencia. Roberto Castillo tocó el cielo de la farándula al ganarle la batalla judicial más difícil a Cinthia Fernández, pero cometió el pecado capital de la abogacía mediática: creerse más importante que la causa. Crónica de cómo el «yerno ideal» pasó a ser el villano de la tarde.
En el zoológico de la justicia argentina televisada, donde suelen reinar los leones viejos de piel dura y escrúpulos flexibles, la aparición de Roberto Castillo fue una anomalía.
No gritaba, no chicaneaba, no se ponía rojo de furia. Aparecía en los móviles de LAM o Intrusos con una calma zen, trajeado impecable, hablando de «violencia económica» y «perspectiva de género» con una didáctica que hipnotizaba. Era el «abogado bueno». El tipo que venía a ponerle los puntos a los deudores alimentarios y a los maridos violentos.
Durante dos años, construyó una marca personal envidiable. Se convirtió en el «Ángel Guardián» de las famosas en desgracia. Pero lo que tardó años en edificar con sentencias y apariciones televisivas, lo demolió en semanas por una mezcla letal de exposición desmedida, un romance prohibido y un archivo personal que le explotó en la cara.
La construcción del «Aliado»
Para entender su caída, hay que analizar su ascenso. Castillo detectó un nicho de mercado vacío. Mientras Burlando jugaba en las ligas de los crímenes sangrientos y Rosenfeld ya era una institución de los divorcios millonarios, faltaba una figura nueva que conectara con el clima de época del feminismo y la reivindicación de derechos.
Castillo se posicionó ahí. Usó sus redes sociales (especialmente Instagram) como un consultorio abierto. Respondía preguntas de mujeres comunes sobre cuotas alimentarias y regímenes de visita. Esa base de seguidores le dio legitimidad popular. No era un abogado de élite inalcanzable; era «uno de nosotros» que sabía leyes.
Su cartera de clientes se llenó de figuras mediáticas: desde Morena Rial hasta casos más complejos de violencia de género. En cada aparición, Castillo reforzaba su personaje: el profesional técnico pero sensible, el hombre que entendía a las mujeres. Era el candidato perfecto, el yerno que toda suegra quería.
El Caso Cinthia Fernández: La consagración y la trampa
Su Everest fue el conflicto interminable entre Cinthia Fernández y Matías Defederico. Era la causa más tóxica y mediática de la última década. Decenas de abogados habían pasado sin éxito, pero Castillo logró lo imposible: acorraló al exjugador, consiguió embargos y cerró un acuerdo que le garantizó la paz económica a su clienta.
Fue una victoria técnica brillante, celebrada en redes como un triunfo colectivo de todas las madres luchonas. Castillo era Gardel.
Pero en ese éxito estaba la semilla de su destrucción. La cercanía con Cinthia, la intensidad del vínculo abogado-cliente y las horas compartidas en los canales de televisión generaron una química que traspasó lo profesional. Y ahí, el abogado perdió la brújula.
El pecado capital: Convertirse en el personaje
La regla de oro de la abogacía es mantener la distancia emocional. Castillo no solo la rompió, sino que la hizo pública en horario central.
Cuando blanqueó su romance con Cinthia Fernández, la percepción pública cambió instantáneamente. Dejó de ser el profesional objetivo que la defendía para pasar a ser su pareja. La ética quedó en una zona gris: ¿hasta dónde defendía los intereses de su clienta y dónde empezaban los propios?
El público, que perdona muchas cosas, no perdona la hipocresía. Ver al abogado «serio» posando en revistas del corazón y dando notas sobre su vida amorosa rompió el encanto. Se «farandulizó». Y en la Argentina, cuando un abogado cruza el mostrador y se sienta del lado de los famosos, pierde la inmunidad.
El «Carpetazo»: La venganza de la arquitecta en las sombras
Lo peor no fue el romance, sino lo que este despertó. Mientras Castillo vivía su luna de miel mediática, en su casa se desataba el infierno.
Su exmujer, Daniela Vera, salió a hablar. Y no fue una simple despechada; fue una demolición controlada de la imagen pública de Castillo. Vera, arquitecta de profesión, reveló que ella había sido el sostén económico y logístico para que él pudiera estudiar y armar su carrera. Contó las costillas de un marido ausente, presuntamente infiel y, lo más dañino de todo: lo acusó de ejercer sobre ella la misma «violencia económica» que él denunciaba en la televisión cuando defendía a sus clientas famosas.
La ironía fue brutal. El abanderado de los derechos de las mujeres era acusado por la madre de sus hijas de dejarla sin recursos y de manejar una doble vida. El archivo lo condenó. Los tapes donde él daba cátedra de moral en la TV se convirtieron en memes que contrastaban con los chats y audios que mostraba su ex.
El precio de la fama
Hoy, Roberto Castillo sigue trabajando, pero su marca personal sufrió un daño que quizás sea irreparable: la pérdida de credibilidad.
Pasó de ser el «abogado nivel Dios» de la ética a tener que defenderse en los mismos programas que antes lo aplaudían. Su caso quedará en los libros de comunicación jurídica como el ejemplo perfecto de lo que no hay que hacer. Demostró que en la era de la hipertransparencia, no se puede construir un personaje público que no coincida con la persona privada.
Porque al final del día, en el tribunal de la opinión pública argentina, la condena por «vendehumo» es perpetua y de cumplimiento efectivo.
